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Monseñor Romero defendió los derechos humanos de los pobres no desde fuera, como persona que contempla el conflicto desde la neutralidad, sino implicándose en él hasta mancharse las manos y tomar partido.

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Sábado 13 de octubre  de 2018

Miguel Concha 

Mañana, domingo 14 de octubre, Francisco proclamará oficialmente como santo en el Vaticano a Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, arzobispo de San Salvador entre los años 1977 y 1980, y quien fuera asesinado por un sicario cuando celebraba misa el 24 de marzo de aquel año, como resultado de una conspiración en la que estuvieron envueltos el mayor del ejército salvadoreño Roberto d’Aubuisson y el capitán Álvaro Rafael Saravia. Con ello el Papa da cumplimiento a las expectativas de muchos creyentes y no creyentes, quienes desde su muerte lo reconocieron como profeta y mártir de la justicia en América Latina y el Caribe.

Esclarecidas las incomprensiones y animadversiones de las que fue objeto, incluso por parte de algunos de sus hermanos en el episcopado, y seguido puntualmente el proceso canónico que aprueba sus enseñanzas y actuación como pastor en la Iglesia católica, el 23 de mayo de 2015 fue también declarado beato a nombre de Francisco por el cardenal italiano Angelo Amato, prefecto de la congregación católica para las causas de los santos, en una celebración multitudinaria.

Son muchas las significaciones que en el mundo han pretendido desentrañarse de su trayectoria y, sobre todo, de su obra como pastor de la arquidiócesis de San Salvador en los años previos a la guerra civil en este hermano país. Por razones de brevedad me quiero referir aquí a las que subraya Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, en la Universidad Carlos III de Madrid, en la conferencia inaugural del Encuentro Internacional sobre Cultura de Paz en El Salvador, Educación, Memoria y Justicia Transicional, en septiembre del año pasado.

Para este teólogo español, preocupado por las mistificaciones acríticas que pueden hacerse de la figura de Monseñor Romero después de su canonización, y quien forma parte de la red Amerindia de católicos con espíritu ecuménico, abiertos al diálogo y a la cooperación interreligiosa con otras instituciones, es necesario en nuestros días recuperar su figura como modelo y ejemplo de un cristianismo liberador y de una ciudadanía crítica, activa y participativa.

Además de estas dos especificaciones, Tamayo también subraya su pedagogía conscientizadora desde la opción por los pobres; su profunda espiritualidad cristiana liberadora; el haber sido para creyentes de diferentes religiones, y para no cristianos de distintas ideologías, un referente en la lucha por la justicia; su rescate de la democracia participativa, hoy sometida al asedio del mercado y acorralada por múltiples sistemas de dominación más fuerte que ella, que amenazan con derribarla; su trabajo por la paz y la justicia por conducto de la no violencia activa y su invitación a la utopía, hoy excluida de todos los campos del saber y del quehacer humano y natural.

Pero de todas las características que pueden señalarse, me interesa destacar su defensa histórica y concreta, no de manera genérica ni conforme a un universalismo abstracto, sino en la realidad salvadoreña, donde eran sistemáticamente pisoteados por los diferentes poderes del Estado y la oligarquía en santa alianza de los derechos humanos de los pobres.

Para Tamayo, el teólogo europeo quizá más cercano a los postulados y contenidos de la teología de la liberación de América Latina, Monseñor Romero defendió los derechos humanos de los pobres no desde fuera, como persona que contempla el conflicto desde la neutralidad, sino implicándose en él hasta mancharse las manos; no evadiéndose, bajo la justificación de que su misión era sólo religiosa y espiritual, sino tomando partido críticamente en el conflicto por las mayorías y organizaciones populares, defendiendo siempre con integridad y valentía los derechos humanos de las personas y colectivos, a quienes se les negaba.

Especial atención prestó –añade– a la defensa de la vida de quienes la tenían más amenazada, de quienes, como dijera Bartolomé de las Casas de los indígenas, morían antes de tiempo. Tamayo encuentra además un paralelismo entre las enseñanzas sociales de Francisco y el pensamiento pastoral de Óscar Arnulfo Romero. Pareciera que aquél hubiera leído sus homilías y se hubiera inspirado en ellas cuando escribió la exhortación apostólica titulada La Alegría del Evangelio, en la que en noviembre de 2013 expresa sus razones más radicales de rechazo del actual modelo capitalista en su versión neoliberal: NO a una economía de la exclusión (nn. 3, 54); NO a la nueva idolatría del dinero (nn. 55 y 56); NO a un dinero que gobierna, en lugar de servir (nn. 57 a 58), y NO a la inequidad que genera violencia (nn. 59 y 60). Probablemente esto explique el aprecio que el papa Francisco ha tenido de Monseñor Romero desde muchos años antes de que fuera designado por el cónclave de cardenales como sucesor de Pedro. Y por ello hoy lo presenta al mundo como un modelo al que hay que seguir, pues es siempre ésta una de las razones principales para canonizar en la Iglesia católica a las personas santas.

 

Consultar artículo en La Jornada.

Imagen destacada : Eric E Castro

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