Editoriales | Blog «La dignidad en nuestras manos» del Plumaje de Animal Político

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Por: Gisel Mateos González

06 de octubre de 2020

El pasado 22 de julio el Estado mexicano notificó su intención de explorar el procedimiento de solución amistosa para lograr un acuerdo entre las víctimas de la comunidad indígena de Ayotitlán (en adelante “comunidad”) y México. Y lo hizo a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante “CIDH”) para dirigirse a los representantes de las víctimas de la comunidad indígena de Ayotitlán, a saber, la Red Jalisciense de Derechos Humanos, el Centro de Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria”, el Frente Regional Pro-Manantlán y Cuenca del Marabasco, y la Unión de Pueblos de Manantlán (en adelante “peticionarias”).

El posible acuerdo que nazca de esta solución amistosa será paradigmático por dos razones: definirá los límites territoriales entre los estados de Jalisco y Colima, y reconfigurará el andamiaje jurídico interno de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas en nuestro país, conforme a los estándares nacionales e internacionales más altos de derechos humanos.

Así, para comprender la complejidad de este caso, es necesario conocer al menos parte de su proceso de exigencia, porque, aunque la comunidad ha habitado las tierras y territorios desde tiempos ancestrales, el Estado mexicano no ha reconocido formalmente su adscripción como parte de los pueblos indígenas nahua y otomí, ni la posesión de sus tierras ni su libre determinación se hayan reconocido, y por ello tampoco la protección especial que les debe ser garantizada.

La historia y posesión de las tierras de la comunidad ancestral indígena nahua data desde la época de la Colonia, en 1756. La Corona Española le otorgó una extensión de terrenos de 70 mil hectáreas, mediante Merced Real, ahora ubicadas en los estados de Colima y Jalisco, las cuales son ricas en recursos naturales y albergan el yacimiento de hierro más importante a nivel nacional. Ahora bien, la tenencia de la tierra se transformó a partir de 1917, y se creó la propiedad social como una reivindicación de los pueblos indígenas y el campesinado. Por ello, la población nahua solicitó que se reconocieran sus territorios, poseídos tradicionalmente bajo la figura de “bienes comunales”.

Dada la carencia de la Merced, en vez de bienes comunales se crearon “tierras ejidales” a través de la publicación de un decreto presidencial. Así, el gobierno decidió crear tierras ejidales con el fin de evitar conflictos internos entre las personas ejidatarias y la comunidad indígena nahua que poseía las tierras. Es decir, la posesión de una parte de la comunidad indígena nahua no fue beneficiada por el decreto presidencial de dotación de tierras ejidales. Y pese a que siguieron poseyendo las tierras de facto, no tuvieron reconocimiento ni protección a la tenencia de su territorio.

De esta forma la comunidad no fue beneficiada por la justicia social posrevolucionaria, ya que sus reclamos de tierra y reconocimiento fueron invisibilizados en el reparto agrario. Además, no se consultó de forma libre, previa e informada a la comunidad sobre las actividades no consentidas como decretar sus territorios como zona protegida, la operación de empresas mineras y el establecimiento de personas no originarias de la comunidad en sus tierras.

Por si esto no fuera suficiente, existe un conflicto territorial entre Colima y Jalisco, lo cual les ha privado de su derecho de acceso a una jurisdicción, debido a que no pueden tener acceso a servicios básicos como agua potable y luz, ni tampoco seguridad ciudadana y justicia. Esto ha permitido la comisión de delitos del crimen organizado, las múltiples violaciones a derechos humanos por parte de autoridades de diferentes ámbitos y niveles de competencia, así como la explotación y desgaste de sus tierras por la extracción de hierro a cielo abierto, realizada impunemente por consorcios mineros. Todo esto ha tenido como resultado la precarización de la vida, el desplazamiento forzado y la falta de oportunidades a una vida digna de todos las personas de la comunidad.

Han sido interpuestas numerosas denuncias ante las autoridades para dar a conocer esta grave situación, ya sea por delitos, violaciones a derechos humanos o daños ambientales, pero ninguna ha prosperado. Por ejemplo, pese a la Recomendación 122/1995, emitida por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, donde se documentó este contexto de violencia sistemática y estructural contra la comunidad por parte de agentes estatales y particulares, los gobiernos de los estados de Colima y Jalisco no han cumplido totalmente la Recomendación. Por otro lado, desde 1995 hasta el día de hoy no han sido resueltas las controversias territoriales que fueron iniciadas en la Suprema Corte de Justicia de la Nación y están radicadas en el Senado.

Esto orilló en 2008 a la comunidad a acercarse a las peticionarias con el fin de interponer una denuncia ante la CIDH sobre la violación sistemática a sus derechos, la cual no ha había sido atendida por las autoridades mexicanas. En este sentido, algunas personas de la comunidad han hecho públicos sus reclamos de justicia y verdad, por lo que han sido blanco de ataques. De hecho, el último tuvo lugar en la Conmemoración de la “Matanza de Timbillos”, con el objetivo de dar un mensaje claro, como hace 100 años: persuadir a la comunidad para que desista de su lucha por la verdad y justicia.

Finalmente, celebramos la intención del Estado mexicano de buscar una solución amistosa ante la CIDH, pero a la vez lo llamamos a reparar integralmente las violaciones contra la comunidad indígena de Ayotitlán, reconociendo así su proceso de exigencia, y con ello siente un precedente que irradie el sistema jurídico mexicano para que éste respete y garantice el pleno goce y ejercicio de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas.

* Gisel Mateos González es colaboradora del CDH Vitoria.