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Se cumplen 43 meses y la búsqueda de justicia y verdad no se rinde ante los tiempos electorales. Por el contrario, de gran oportunidad sería escuchar propuestas para resolver este doloroso episodio, quizás el que más claramente desnudó la crisis de derechos humanos que vivimos.

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Sábado 21 de abril de 2018

Miguel Concha 

Hace unos días, el diario Reforma publicó que la Procuraduría General de la República (PGR) recibió información de las autoridades judiciales estadunidenses, relativa al caso Ayotzinapa. En el marco de una investigación por el trasiego de drogas desde el estado de Guerrero hacia Estados Unidos, concretamente se trata de mensajes interceptados que sobre los hechos del 26 y 27 de septiembre se habrían intercambiado presuntos mandos de la organización Guerreros Unidos.

Basándose en que el presunto motivo del ataque habría sido que los perpetradores confundieron a los estudiantes con integrantes de un cártel rival, a partir de la publicación de la nota, se ha pretendido hacer una interpretación forzada en el sentido de que la información confirmaría la verdad histórica. Sin embargo, se dejan de lado aspectos fundamentales que desmienten la teoría oficial y han sido reiteradamente señalados como decisivos por las familias de los 43 muchachos y sus representantes legales.

A saber: la implicación de funcionarios de distintos niveles de gobierno, y el hecho de que los estudiantes estarían vivos para cuando la imposible teoría oficial los daba por incinerados junto con sus pertenencias.

En efecto, los mensajes intercambiados entre los presuntos criminales que se encontraban en Iguala y en Chicago, hacen referencia explícita a la relación del referido cártel con autoridades de Guerrero, y mencionan a otros posibles implicados, cuyos sobrenombres o apellidos apuntarían hacia integrantes del Ejército.

El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la CIDH (GIEI), y la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos, han dado sólidos elementos para que la PGR pueda actuar en este sentido, incluyendo a elementos federales que, aunque están identificados con nombre, no están rindiendo cuentas ante la justicia.

Aquí es necesario subrayar que el GIEI –quien desde hace tres años mencionó la necesidad de investigar el trasiego trasnacional de droga, y pedir la cooperación de las agencias estadunidenses– ya había señalado que un operativo de la magnitud del desplegado, para detener y desaparecer a los muchachos, necesitaba de una amplia coordinación y dominio del territorio, imposible de realizar sin la participación por acción u omisión de distintas autoridades presentes en la zona.

En forma contraria a los intentos discursivos por delimitarla a ese ámbito, la información revelada confirma que esta complicidad va mucho más allá del nivel municipal. Esto apuntala la urgencia de realizar las diligencias necesarias para agotar esta línea de investigación, incluyendo a diversas personas que hasta la fecha permanecen sin comparecer ante la justicia.

Además de la información que de seguirse esta línea puede aportarse al caso en términos de justicia y verdad, llevar a cabo una profunda investigación sobre estos indicios podría dar luz sobre el modo como hoy se configuran las complejas redes de complicidad entre autoridades constituidas y el crimen organizado, no sólo en Guerrero, sino en grandes extensiones de la vida nacional, las cuales son un pilar principal de la inédita ola de violencia que se padece en México.

Sólo a quienes se benefician con estas redes les conviene que su manera de operar no salga a la luz. Es lamentable que las autoridades hayan tardado tres años en concretar una colaboración que puede proveer de información sumamente útil.

Entre estos datos objetivos se cuenta con uno al que hay que prestar atención: que los presuntos dirigentes del cártel aún deliberaban qué hacer con los normalistas, al tiempo que la teoría oficial sostiene que ya habían sido incinerados.

Como los peritajes científicos presentados por el Equipo Argentino de Antropología Forense y el GIEI, como la información de telefonía obtenida anteriormente –que comprueba la actividad de los teléfonos de los muchachos horas después de su supuesta incineración–, y los indicios de que fueron desaparecidos en dos rutas y no en un grupo único, como señala la teoría del caso de la PGR, este extremo viene a reforzar el cúmulo de pruebas que desestiman la verdad histórica.

Los mensajes dejan ver también que los estudiantes no estaban infiltrados por un cártel, como en distintos momentos se ha aventurado desde la parte oficial, y que los integrantes de Guerreros Unidos lo supieron muy pronto. Este cúmulo de información que obraba en poder de las autoridades estadunidenses desde 2014, más otras diligencias que todavía no se agotan, confirman no sólo que el GIEI tenía razón en pedir que se investigaran exhaustivamente estos indicios que la PGR no había querido ver. Nos recuerdan también que han pasado ya 43 meses, y que las autoridades responsables no han logrado esclarecer con pruebas firmes lo ocurrido aquella noche, ni el destino de los normalistas.

El informe reciente de la representación en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que documenta el uso de la tortura como método de investigación, y en el que se sustenta, en buena medida, la teoría oficial del caso, representa un golpe más a la ya de por sí desacreditada verdad histórica, que tanto dolor ha causado a las familias.

La enésima vuelta a la arena pública en estos días del caso Ayotzinapa, nos recuerda que la búsqueda de justicia y verdad no se rinde ante los tiempos electorales. Por el contrario, de mostrar sensibilidad será una oportunidad para que los candidatos a la Presidencia de la República ofrezcan en el debate de mañana propuestas para resolver este doloroso episodio, quizás el que más claramente desnudó la crisis de derechos humanos que vivimos. El gobierno actual tampoco puede irse dejando esta herida abierta en la convivencia nacional.

Consultar artículo en La Jornada.

Imagen destacada : CIDH

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