Sábado 21 de diciembre de 2019

Miguel Concha 

Estamos viviendo a escala mundial un momento de malestar generalizado de las clases medias y pobres, que se ha venido expresando por medio de manifestaciones, disturbios y procesos electorales que ya han tenido efectos sociales, políticos y económicos en diversos países. En la mayor parte de esos países el malestar se origina por los altos niveles de pobreza, y aun de pobreza extrema que sufre su población. En algunos otros por la evidente desigualdad social que dificulta y hace ríspida la convivencia. Y en los países desarrollados por el estancamiento en el progreso de las clases medias.

En nuestro país la pobreza alcanza niveles de más de 50 millones de personas, de los cuales nueve se encuentran en condiciones de pobreza extrema. Es decir, que no tienen ingresos suficientes para comprar sus alimentos básicos. Por el contrario, uno por ciento de la población obtiene 21 por ciento de los ingresos totales de la nación. Desde luego cabe preguntarnos si el modelo de economía global de mercado, utilizado para el desarrollo económico de prácticamente la totalidad de los países del mundo ha sido el origen y la causa de tal malestar.

Como se sabe, la economía de mercado tiene un principio fundamental, que es otorgar al propio mercado la facultad de distribuir la riqueza creada colectivamente. Sin embargo, para que el mercado pueda cumplir su objetivo de repartir la riqueza en forma razonablemente equitativa, es condición imperativa que las transacciones de compra o venta de productos o servicios se den en un medio en el que prevalezca la competencia.

Lo anterior implica la posibilidad de que los compradores, al tomar sus decisiones de adquirir los productos o servicios que desean, puedan elegir entre una amplia gama de oferentes los precios y condiciones que prefieran. Cuando la condición de competencia no se presenta, y el comprador no tiene opciones, sino que debe comprarle obligadamente a una empresa, se considera que esta empresa está efectuando prácticas monopólicas.

Nuestro país está plagado de empresas cuyos resultados dependen fundamentalmente de su actividad monopólica, pese a que su práctica está expresamente prohibida en el artículo 28 de nuestra Constitución. Sin embargo, en esta ocasión me referiré a otra alteración del proceso de distribución equitativa de la riqueza generada colectivamente, y que se origina también por la falta de competencia. Me refiero a la que se denomina monopsonio, del griego mono, uno, y psonios, compra, que consiste en que los fabricantes vendedores de productos o servicios se encuentran ante el hecho de que en su mercado sólo participa un comprador, o en el mejor de los casos unos cuantos, quienes prácticamente fijan unilateralmente y a su criterio los precios y las condiciones de las compras, pues el proveedor no tiene otra opción, y se ve obligado a aceptar la propuesta que se le impone.

En las transacciones de compra, la empresa monopsónica, generalmente de gran tamaño, incorpora conceptos intimidatorios, como son no te volveré a comprar y, ya efectuada la operación, amplia discrecionalmente los plazos de pago u otras prácticas similares. Las empresas gigantes que practican el monopsonio son las grandes cadenas comerciales. La mayor de ellas es una trasnacional estadunidense que por su volumen de ventas y número de empleados es una de las compañías más grandes del mundo. Estas empresas justifican la procedencia de su actuación por medio de eslogans como siempre los precios más bajos, y promocionando que supuestamente protegen al consumidor final. La realidad es que eventualmente lo logran, pero mediante imponer condiciones que acaban con la vida de sus pequeñas y medianas empresas proveedoras, y sin sacrificar nunca sus amplios márgenes de utilidad.

Como información lateral, es interesante observar el efecto social que ha tenido la gestión de las cadenas comerciales monopsónicas en nuestra vida diaria, pues el desarrollo de las ciudades, y aun de las pequeñas poblaciones, se lleva a cabo en los grandes espacios de terrenos seleccionados por las cadenas comerciales para establecer sus instalaciones, con la consiguiente plusvalía que se crea en beneficio de desarrolladores y de las propias cadenas.

Lo anterior ha traído también aparejada la desaparición de los tradicionales paisajes citadinos, de farmacias, tiendas de abarrotes, misceláneas, ferreterías, etcétera. Se puede afirmar que su efecto en la sociedad, de supuestos precios bajos, seguramente se daría también sin su presencia, que descansa en una buena parte en la presión que aplican sobre sus proveedores para obligarlos a reducir al mínimo sus gastos. Lo que también implica que sus trabajadores y empleados queden sujetos a salarios cada vez más bajos y aun a ser despedidos. Considero que la anterior situación y la competitividad son un reto y ofrecen una oportunidad real a la 4T para reducir la pobreza y la desigualdad.

Consultar artículo en La Jornada.

Imagen destacada : La Jornada