Un obispo de la liberación del pueblo

Sábado 19 de agosto de 2017

Miguel Concha 

Organizaciones eclesiales, sociales y populares conmemoraron el pasado martes en la Casa de la Solidaridad de Ciudad de México los 100 años del nacimiento de monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, sacrificado por la oligarquía mientras celebraba la eucaristía el 24 de marzo de 1980. Ocasión propicia para recordar, con el teólogo jesuita Jon Sobrino, que monseñor Romero fue defensor del pobre y del oprimido, e hizo de esa defensa función específica y fundamental de su ministerio episcopal. Con ello consiguió institucionalizar en la Iglesia la opción preferencial por los pobres, y recobró un dato fundamental del episcopado latinoamericano y caribeño, que comenzó en tiempos de la Colonia, y después desapareció: el de ser por oficio su protector.

Durante el acto, convocado también para hacer ver la actualidad de la trayectoria pastoral y el pensamiento de monseñor Romero, se recordaron igualmente los principios teológicos y los criterios prácticos que fueron normando su vida como pastor cristiano, desde y al lado del proceso de liberación del pueblo. Para monseñor Romero, en efecto, la Iglesia no es adecuadamente la utopía cristiana del reinado de Dios, sino su servidora, y por ello tiene que cooperar desde dentro con todos aquellos que, aunque no fuesen cristianos, quieren de verdad una sociedad más justa. Sin embargo, debe además propiciar en el proceso de construcción de una nueva sociedad, y cuando ésta se constituya, los valores cristianos del hombre y la mujer del reino. Para él los destinatarios primeros del reinado de Dios son los pobres, pero no sólo en el sentido de que éste deba ser construido para ellos, sino en el sentido de que ellos mismos deben ser gestores de su propio destino. Y por ello ningún proceso dirigido a su construcción puede negarles su sustancial participación. Para la Iglesia entonces impedir, dificultar o anular el reino, y el hombre y la mujer del reino, es pecado, el cual se extiende a lo personal y estructural. Y su malicia tiene una gradación intrínseca, importante para juzgar sobre situaciones y procesos. Para monseñor Romero no es por tanto suficiente evangelizar a todas las personas o segmentos de las mismas con acciones adecuadas a sus condiciones y necesidades, sino que es indispensable evangelizar la totalidad.

Lo que significa evangelizar también la realidad estructural de la sociedad, y por ello evangelizó constantemente, denunciando como pastor las estructuras injustas, anunciando los necesarios cambios sociales, económicos y políticos, y propiciando y acompañando aquellos proyectos concretos que mejor parecen conducir a un cambio de estructuras. Aunque para monseñor Romero todos estos principios no eran vistos solamente como cuestiones teóricas, especulativas y abstractas, sino como verdaderos criterios prácticos que orientaban sus posicionamientos frente a la realidad conflictiva y compleja de su país. Por ello historizó siempre la realidad del pobre, superando su noción espiritual, propia de lecturas ingenuas e interpretaciones interesadas, ajenas a los sufrimientos de los oprimidos, y describió su rostro concreto en El Salvador, tal y como lo hizo la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, en 1979 (nn. 31-39). Pero más allá de eso, vio en el pobre no a un individuo aislado, sino a las mayorías del país, con lo que, al mencionar al pobre, estaba mencionando el problema de su país. Concibió además a esas mayorías no como suma de individuos, sino como colectividad, como pueblo, viendo en ellas a un grupo social antagónico al grupo oligárquico, sin detenerse como pastor a hacer un análisis clasista de ambos grupos. Como afirma también Jon Sobrino en el artículo que encabeza el libro que colecciona las cartas pastorales de monseñor Romero durante los tres años que estuvo al frente de la arquidiócesis de San Salvador –titulado La voz de los sin voz, y al que nos hemos estado refiriendo–, monseñor Romero historizó también lo que significa que el pueblo debe ser gestor de su propio destino y no puro destinatario de beneficios supuestos o reales. Por ello comprendió la lógica de avanzar de pueblo a pueblo organizado, profundizando igualmente en la comprensión de la finalidad de la organización del pueblo: la defensa de sus justos derechos y su lucha legítima por sus causas reivindicativas. Vio también la importancia de la organización del pueblo para que de alguna manera accediese al poder político, o estuviese representado sustancialmente en él. Y tomando en cuenta que las iglesias gozan todavía de un prestigio social importante en América Latina y el Caribe, vale también recordar la manera como monseñor Romero entendió ese poder en la sociedad, pues para él no se trata de un poder análogo al del poder político del Estado, que tuviera a éste como su interlocutor para llevar a cabo su propia misión, como si el gobierno fuese el dialogante natural de las iglesias, y el pueblo el mero destinatario desde arriba de ambos poderes. Lo que equivaldría al viejo modelo eclesial de cristiandad.

Para él se trata de institucionalizar al servicio del pueblo el poder eclesial en la sociedad, teniendo a éste como su interlocutor natural. “El poder institucional de la Iglesia –dice Sobrino- se debe realizar a través de sus propios medios, sobre todo de la palabra que crea conciencia colectiva, y no a través de medios político-eclesiásticos, buscando concesiones del Estado. Y se debe realizar en beneficio del pueblo y no de la misma institución de la Iglesia”. Por ello el pueblo considera a monseñor Romero como un modelo de lo que debe ser un obispo con fe evangélica, capaz de hacer eficaz esa fe para su proceso de liberación.

Consultar artículo en La Jornada.

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