Ayotzinapa ha sido posibilidad radical para reconocer y asumir una realidad común, es decir, una posición frente al mundo donde el dolor y el daño instan a dejar de ser experiencias condenadas al sufrimiento privado.
Editoriales | Blog «La dignidad en nuestras manos» del Plumaje de Animal Político
Web original | Imagen : Jorge Luis AP
Por: Beatriz Rivero
22 de junio de 2021
Enfrentar a la impunidad en un país atravesado por una sistemática crisis de violencia y violaciones a derechos humanos es una tarea desafiante, y sobre todo, urgente, casi titánica. Busca desmontar y transformar una institucionalidad permeada por prácticas judiciales que no facilitan la consecución de procesos de investigación y judicialización de delitos que constituyen graves violaciones a derechos humanos y que, por el contrario, revictimizan y obstaculizan el acceso a la verdad, a la justicia y reparación toda vez que la investigación interdisciplinaria comienza a develar las dimensiones de dicho pacto de impunidad.
Como nos recuerda la dolorosa y latente experiencia en Colombia, los esfuerzos por desprocesar la impunidad en contextos de macrocriminalidad es un llamado a lo profundo de la reconstitución de los tejidos sociales que hacen indolente y permisible la continuidad de la violencia y barbarie que imposibilitan que “el dolor de las víctimas circule como conocimiento y como sensación colectiva y pública”1, que movilice a asumir socialmente los efectos que causan las graves violaciones a derechos humanos.
Es así que frente a la impunidad, Ayotzinapa ha sido posibilidad radical para reconocer y asumir una realidad común, es decir, una posición frente al mundo donde el dolor y el daño instan a dejar de ser experiencias condenadas al sufrimiento privado de las familias, los testigos y las víctimas directas, para situarse -como diría Óscar Brox (2021) en diálogo con Franco Berardi 2– en su dimensión comunitaria de relación común con el mundo, entendida como principio ético que permite atender el llamado a la reproducción y defensa de la vida.
Los trágicos sucesos del 26 y 27 de septiembre de 2014, como herida abierta en la historia contemporánea de México, han permitido reconocer tras la incansable lucha por la memoria, la verdad y la justicia de los padres y madres de familia de los 43 estudiantes desaparecidos forzadamente, los esfuerzos por nombrar desde la dignidad a las otras víctimas de un proceso de guerra no declarado que contabiliza más de 300 mil personas asesinadas, más de 80 mil personas desaparecidas 3 y 346 mil 945 personas desplazadas de forma interna en México hasta diciembre de 2019 -según datos de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los DH (CMDPDH)- como parte de costos humanos que tienen los procesos de conflictividad desatados por el control de los territorios y las corporalidades, evidenciando como un asunto colectivo, social y público la crisis humanitaria que se vive en México, y de la cual Ayotzinapa es pieza que ayuda a iluminar la estructura de indolencia y criminalidad.
Frente a esta crisis, cotidiana y arduamente los colectivos y organizaciones que caminan con el movimiento de familiares de víctimas tratan de desprocesar la violencia, lo hacen mediante la construcción de paz con justicia en acciones de búsqueda en vida, del desmontaje del terror social y reconstitución de la condición humana de las víctimas de la guerra, desde un lugar de dignidad y respeto en procesos tan dolorosos, como por ejemplo, los documentados y sistematizados por la antropóloga social Paola Ramírez Gónzalez sobre las experiencias de exhumación en fosas clandestinas del colectivo Las Rastreadoras en el norte del país, y las cuales se replican en diferentes estados a lo largo de la república. Los recientes hallazgos en las identificaciones forenses de Jhosivani Guerrero de la Cruz son también una muestra de la necesidad y los obstáculos existentes para realizar este tipo de esfuerzos independientes y colaborativos para avanzar en la identificación masiva y atender la crisis forense de un país que en más de una ocasión ha sido referido como una enorme fosa común.
A modo de recuperación del diálogo entre Hernández Navarro con el libro “El Tiempo de Ayotzinapa”4 de Carlos Beristain, se vuelve ineludible atender el llamado del México profundo y bronco que tiene a Ayotzinapa como punto de inflexión para develar la agudización de la situación en la que se encuentra el normalismo rural desde el nuevo milenio, esto en el marco de procesos de conflictividad, guerra y violencia estructural hacia las poblaciones campesinas e indígenas del país.
Se trata de manera concreta del desmantelamiento del sistema de internado de Mactumactzá en el 2003, el proceso de desaparición de la Normal Rural del Mexe que culminó en el 2008 y que se remonta a la “suspensión temporal” de su internado, también en el 2003, de su paulatino despojo y reconversión en la Universidad Politécnica Francisco I. Madero desde 2005, así como el intento de ocupación policiaca de Tenería durante el 2008, los asesinatos extrajudiciales de Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús en el 2011, la ocupación policial de Tiripetío en el 2012, y los incontables sucesos de represión y abuso policial que año con año se acumulan, como los recientes hechos en Teteles y Mactumactzá, que en su conjunto no sólo dan cuenta de una renovada ola de violencia para desmantelar este proyecto educativo, sino también de la actualidad de defender estas escuelas como una opción de vida para las poblaciones.
El rostro de los actuales conflictos por la defensa de las Normales Rurales son más que la agudización de las “tradicionales” tensiones con las autoridades educativas, pues incluye demandas como la permanencia y respeto a la matrícula estudiantil, el presupuesto destinado a las becas estudiantiles, la mejora y equipamiento de su infraestructura, la exigencia a implementar mecanismos de ingreso y evaluación culturalmente pertinentes a las realidades educativas que acogen estas escuelas.
Los conflictos normalistas rurales en los últimos veinte años dan elementos para suponer que el proceso por el que están atravesando las Normales Rurales es hoy más grave y forma parte de otro proceso más amplio de desplazamiento, exterminio y limpieza de territorios, obedece a una lógica de conflictividad que reactiva la violencia directa contra estas escuelas y advierten algunas de las dinámicas de exclusión radical que viven las poblaciones campesinas e indígenas.
Es cierto, cuando los actos genocidas perpetrados contra los normalistas rurales de Ayotzinapa conmocionaron cual semilla de indignación, colocaron también la necesidad de seguir nombrando este nuestro tan dolido mundo en común, como primera condición para su urgente y necesaria transformación.
* Beatriz Rivero es colaboradora del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria O.P. A.C.
1 Manual de buenas prácticas de atención psicojurídica. Disponible aquí.
2 Brox, Óscar (2021).
3 Ameglio, Pietro (2021).
4 Hernández, Luis (2017).
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