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Sábado 20 de enero de 2018

Miguel Concha 

Dada su trayectoria y su constante reincidencia, cada día más agresiva, las expresiones soeces y ofensivas que Donald Trump, presidente de Estados Unidos, profirió contra los migrantes salvadoreños, haitianos y africanos no hacen más que confirmar su racismo, con todas sus funestas consecuencias en pleno siglo XXI. A ello contribuye de manera contundente su prurito por discriminar absurdamente a las personas y grupos simplemente por su origen nacional y étnico, y es esto lo que más nos debe preocupar de manera ética y política.

Un signo más de la abyecta crisis de civilización a la que nos han venido arrastrando muchos irresponsables tomadores de decisiones políticas, con sus aplaudidores obnubilados. Y ello más allá de sus forzadas rectificaciones posteriores y de que atrevidamente pretendamos juzgar de sus intenciones, pero sí teniendo claramente en cuenta que de la abundancia del corazón habla la boca y de que a cualquiera se le conoce más por lo que hace que por lo que dice.

El racismo es en efecto un sentimiento o comportamiento que consiste en la exacerbación del sentido racial de un grupo ético que suele también manifestarse como el menosprecio de otros grupos. Como lo podemos observar en Estados Unidos, puede plantearse como una doctrina antropológica o política que incluye la persecución de los grupos étnicos considerados como inferiores, tal y como sucedió, por ejemplo, en la Alemania nazi, y como lamentablemente todavía sucede con el Ku Klux Klan. El exterminio de los grupos atacados, la anulación o disminución de los derechos humanos de los sujetos y grupos discriminados, forman parte de los objetivos y de las consecuencias del racismo y es habitual que se justifique en teorías seudocientíficas o que se apoye en la manipulación de datos estadísticos. Puede estar también vinculado a otras manifestaciones de odio, como la xenofobia y la homofobia.

La Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial postula que la igualdad y la dignidad son inherentes a todos los seres humanos. Ello no obstante, a raíz de la toma del poder por Trump los discursos de odio y exclusión han marcado no sólo en Estados Unidos la escena política y social mundial. A esto se suma el contexto de interdependencia generada por la globalización y las redes digitales, que con este tipo de actores en puestos de decisión se traducen en nuevos medios de réplicas del odio, tanto a nivel individual como colectivo. Tenemos por tanto a una de las personas más intolerantes encabezando el gobierno de Estados Unidos y esparciendo en segundos, a través de tweets, mensajes xenófobos y racistas. Los discursos públicos de xenofobia en los que se ha visto involucrado, y sus actos de discriminación racial, han caracterizado no sólo su papel dentro de la escena política actual, sino también, de acuerdo con lo reportado por distintos medios estadunidenses, gran parte de la trayectoria de su vida. Son conocidos los casos en los que la compañía inmobiliaria de la que es propietario fue demandada dos veces en 1970 por rechazar la renta de departamentos a personas afrodescendientes, prefiriendo, en cambio, alquilarlas a blancos ejecutivos. O el caso que se dio en 1989, cuando mediante publicaciones en periódicos de Nueva York, reclamó la pena de muerte para cinco jóvenes afroamericanos y latinos acusados de violar a una mujer blanca, incluso después de que fue demostrada su inocencia. Otros casos han sido su vinculación con grupos supremacistas como el Ku Klux Klan y las recientes críticas lanzadas contra referentes de la comunidad afroamericana. Además, ha replicado en redes sociales, sin disculparse, mensajes de nacionalistas blancos y lanzado ataques constantes a la comunidad latina, principalmente contra personas mexicanas. Incluso antes de que iniciara su mandato no ha cejado de ultrajar a nuestro país con mentiras y calumnias. A pesar de todo ello, y por increíble que parezca, Trump declara que no es racista. Declaración falsa que emitió después de la controversia suscitada por comentarios realizados en una reunión privada en la Casa Blanca, en la que se discutía sobre temas migratorios. Él se refirió entonces a las naciones africanas como shithole countries (países de mierda). El senador Richard J. Durbin aseguró que este fue el término utilizado por el presidente estadunidense y por ello varias naciones han expresado su rechazo inmediato a este tipo de discurso que incita al odio, tanto a nivel local, como entre los diferentes Estados. Todavía más: cabe recordar que poco después de iniciado su periodo presidencial, se dio en Estados Unidos la noticia de agresiones a personas afrodescendientes y musulmanas y de la quema de varias mezquitas por grupos supremacistas blancos. Además del suicidio de por lo menos seis personas trans relacionadas con el triunfo de Trump en las elecciones. Más allá de las declaraciones y supuestos, no se puede negar que él es alguien que, posicionado en una esfera económica, política y social de poder, ha utilizado los medios disponibles para legitimar discursos y prácticas de odio. Pareciera que su objetivo principal es lograr una limpieza étnica en uno de los países con más diversidad en la actualidad y que es desde su origen un país sostenido por migrantes. Las sociedades de nuestro continente estamos conscientes de los riesgos que representan el racismo y la xenofobia, sobre todo cuando éstos se ven respaldados de alguna manera por el aparato estatal. Frente a los discursos que pretenden perpetuar el abuso de poder en beneficio de los intereses del sistema blanco, sobre la integridad y la dignidad de todas las personas y grupos afrodescendientes y latinos, debe anteponerse la reivindicación de todos los derechos humanos.

Consultar artículo en La Jornada.

Imagen destacada: RachelRayner

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