Editorial | Columna en la Revista Contralínea 📰
24 de marzo de 2020
Por: Víctor Manuel Chima | Davy Perlman
El Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (Tmec) fue firmado en noviembre de 2018 por el entonces presidente de México, Enrique Peña Nieto, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el primer ministro de Canadá, Justin Trudeau. Después de 1 año de negociaciones y modificaciones, y ya durante el mandato de Andrés Manuel López Obrador, el Tmec fue ratificado por la Cámara de Senadores en México a finales de 2019, y luego por el Poder Legislativo de Estados Unidos en enero de este año, por lo que ahora sólo falta la aprobación por parte de Canadá para que, después de 90 días de su ratificación absoluta, el tratado entre en vigor reemplazando al actual Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Con la entrada en vigor del TLCAN hace más de 25 años no sólo se redujeron los apoyos directos a la producción agrícola, como los precios de garantía, sino que tampoco se desarrollaron políticas públicas de acceso a financiamiento e infraestructura que permitieran a productoras y productores campesinos ingresar a mercados de exportación.
La parte del Tmec enfocada en la agricultura es, en muchos aspectos, una continuación del TLCAN debido a que, entre otras cosas, refuerza la imposición de políticas de libre mercado en regiones que aún conservan su colectividad, y en las que hace falta apoyo financiero y tecnológico que favorezcan la producción de alimentos de consumo local y nacional, para poder competir con grandes productores y preservar las formas de producción tradicionales. Así, las políticas del libre mercado buscan los mayores índices de producción al menor costo, lo que deriva en un mayor consumo.
Por otro lado, el modelo agroindustrial que se impuso desde el TLCAN y se hereda ahora en el Tmec, se enfoca en la producción masiva sin atender la inocuidad, la calidad y el valor nutricional de los alimentos, ni tampoco los daños que ocasiona en el medio ambiente, en la salud de productores y consumidores, y en elementos bioculturales de las comunidades campesinas, como los procesos tradicionales de modificación de semillas y las mismas semillas nativas.
Con respecto a la propiedad privada, un punto problemático del Tmec es el requerimiento al Estado mexicano de confirmar el Acta de 1991 del Convenio de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV 91), que establece la capacidad de patentar nuevas variaciones de semillas, particularmente por parte de empresas. México había confirmado el Convenio UPOV de 1978 con la Ley Federal de Variedades Vegetales (LFVV), pero todavía no ha firmado la actualización de 1991.
Quienes proponen la confirmación del acta UPOV 91 sostienen que es necesaria para crear un incentivo de inversión en la creación de nuevas variedades de semillas más resistentes a las sequías o con mayor rendimiento, pero no consideran los daños que ocasionará en las comunidades campesinas, en las variedades de semillas de maíz, incluso las violaciones a derechos humanos, ya que no permitieron la participación por la parte de las comunidades afectadas por los cambios en la ley.
El diputado federal Eraclio Rodríguez Gómez presentó en febrero de 2019 una iniciativa de reforma a la LFVV que, en sintonía con el acta UPOV 91, no sólo facilita la privatización de semillas nativas, sino que también criminaliza a “quien aproveche o explote una variedad vegetal protegida, su material de propagación o el producto de la cosecha, para su producción, reproducción, preparación, oferta, distribución, venta, producción comercial de otras variedades vegetales o variedades esencialmente derivadas, o cualquier otra forma de aprovechamiento”, con sanciones de dos a seis años de prisión, entre otras medidas similares.
El sistema informal de intercambio de semillas por parte de comunidades campesinas ha permitido la diversificación del maíz con más de sesenta razas, las cuales pueden crecer en climas y suelos distintos. A simple vista no es posible identificar una semilla protegida, por lo que las amenazas de prisión y multas considerables reducirían la eficacia del sistema de intercambio que ha existido desde siglos atrás.
El artículo tercero de la iniciativa de reforma a la LFVV dice que un propósito de la ley es “proteger el uso de variedades vegetales utilizadas por las comunidades rurales cuyo origen es el resultado de sus prácticas, usos y costumbres y que tendrán el derecho de explotarlas tradicionalmente, derecho que deberá expresarse claramente en el Reglamento de esta Ley”. Esta condición no es suficiente, ya que los intercambios son informales y también pueden incluir las semillas comerciales.
Las semillas de los intercambios no vienen con documentación sobre sus orígenes, y por eso la frase “cuyo origen es el resultado de sus prácticas” es demasiado vaga. De este modo, existe el riesgo de que las semillas cuyo origen es el resultado de las prácticas tradicionales, también incluyan material genético de las semillas patentadas, poniendo en peligro a campesinas, campesinos, y a las mismas comunidades. Sin acceso a las semillas de intercambio, miles de campesinas y campesinos tendrían que decidir entre salir de sus comunidades para proveer de lo necesario a sus familias, o arriesgarse a ser dependientes de las semillas de las empresas.
La privatización de las semillas es un peligro gigantesco en una sociedad en la que muchos campesinos y campesinas dependen del intercambio anual de semillas para siembra, lo cual es aún más peligroso en el caso de México, al ser el centro de origen de semillas como el maíz. El acervo genético de maíz mantiene su diversidad debido a que campesinos y campesinas intercambian las semillas.
Por consiguiente, el derecho a la alimentación, el derecho colectivo a la biodiversidad y el derecho a la salud, se verán restringidos con la aprobación del T-MEC, y de ser aprobada la reforma a la LFVV, de igual manera los costos de producción incrementarían, y la agricultura para el autoconsumo sería afectada con el riesgo de prosecución por el uso de semillas patentadas, incluso si son resultado del intercambio entre comunidades campesinas.
Una vez más, el Estado mexicano ha firmado, sin una consulta libre, previa e informada, un tratado comercial que afecta seriamente a comunidades campesinas e indígenas en situación de vulnerabilidad. Los efectos del Tmec amenazan nuevamente con otro abandono del campo que resultará en rompimiento del tejido social, así como con la interrupción de la economía del campo, especialmente en un momento en que el bienestar de éste es todavía más importante para combatir la pobreza y erradicar la violencia estructural que gran número de comunidades enfrentan, debido, entre otras razones, al fortalecimiento del crimen organizado.
*Víctor Manuel Chima es colaborador del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria O.P. A.C. (@CDHVitoria)
**Princeton University
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Imagen destacada: Graciela López | Cuartoscuro