Editoriales | Blog «La dignidad en nuestras manos» del Plumaje de Animal Político
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Por: Jorge Luis Aguilar y Leslie Joryet
11 de septiembre de 2020
De algunos meses a la fecha han resaltado en medios diversos casos de asesinatos a personas LGBT+ en nuestro país, y aunque las latitudes son distintas, los crímenes están emparentados por las evidentes señales de violencia y saña con las que quien les atacó buscó imprimir su odio en los cuerpos de las víctimas. No sabemos quiénes son los o las culpables, pero las notas periodísticas enuncian disparos con armas de fuego, mutilaciones, arrollamientos e incineraciones como formas de tortura; que, además, de forma similar a como se ha insistido al hablar sobre uno de los signos que distinguen a la forma más extrema de violencia contra las mujeres -un feminicidio- muchos de estos ataques también terminan con los cuerpos de las víctimas abandonados en vía pública, como si de basura se tratara, intentando evidenciar el grito del perpetrador de “tú no vales nada”.
En pleno 2020 persiste la discusión de si algunas personas son válidas y otras no, en donde las diversas formas del rechazo a la diferencia se cobijan del sistema cultural patriarcal que en ciertos casos discrimina y excluye sistemáticamente, en otros arrebata de manera violenta la propia vida y bajo otras formas ofrece a través de lo que podría ser considerado como tortura, la supuesta “cura” ante lo que por pura semántica es, entonces, lo “desviado”, lo “enfermo” o lo “anormal”. La discusión es tan añeja como argumentar si alguien tiene el derecho de votar, de sentarse en la parte de enfrente de un autobús o si puede vestirse como su identidad le dicte.
Las personas activistas y organizaciones no se han quedado con los brazos cruzados, pues los avances, sobre todo en la visibilización de las realidades a las que día a día enfrenta el colectivo, han empujado enormes logros y transformaciones en el país, pero que a su vez, esa visibilidad y presencia en muchos de los casos genera un reflujo, una respuesta de una tendencia conservadora que nos tornó más vulnerables al odio en el contexto de una cultura que permite la impunidad y que hasta nuestros días se opone a todo aquello que se salga de o se revele a la norma cisgénero-heterosexual.
De frente a una discusión que implica dos creencias que se oponen y chocan, las autoridades casi siempre se han visto rebasadas por la realidad y prefieren minimizar la gravedad de las circunstancias. En México fue necesaria una serie de protestas en diversos estados, huelgas de hambre e incidencia en diversos niveles para conseguir que algunas Fiscalías se comprometan a dar seguimiento a los crímenes evidentemente impregnados de odio que nos sacuden día tras día, sin esas voces sería aún más probable que los asesinatos de Mireya Rodríguez en Chihuahua, de Jonathan Santos y Julie Torres en Jalisco, de Javier Eduardo Pérez y de Elizabeth Montaño en Morelos, de Gabriela Reyes en Tabasco, de Samantha Rosales en Puebla y de Jeanine Huerta en Baja California, entre otros que difícilmente conoceremos, queden en la impunidad.
¿Cómo saber si los ataques, en algunos de los casos, fueron motivados por su activismo? ¿Cómo diferenciar un homicidio a un crimen de odio? ¿Por qué no es ocioso reconocer de manera clara cuando los asesinatos implican agravantes en ese sentido? ¿Cómo dejar en el pasado narrativas que de manera casi automática responsabilizan a las propias víctimas de que les hayan arrebatado la vida de esas formas inhumanas? ¿Cómo dejar de encuadrar investigaciones en suicidios, “crímenes pasionales” y “malas amistades” a voluntad de investigadores que no saben ni quieren hacer su trabajo? ¿Por qué como siempre son las familias de las víctimas y la sociedad civil organizada en quienes parece recaer la investigación, la aportación de pruebas y todo el trabajo de las fiscalías?
Avanzamos en el reconocimiento jurídico, en la prohibición de la discriminación, en medidas incluyentes que atienden obstáculos específicos como el derecho a la identidad de las personas trans, mientras al mismo tiempo se ponen sobre la mesa pendientes urgentes como la construcción de protocolos que permitan a las autoridades atender a las víctimas con el enfoque diferenciado y especializado que requieren estos crímenes. De nada sirve, tal como ocurre en los casos de feminicidios, la existencia de códigos penales que identifican la problemática pero no terminan de ser aceptados ni puestos en práctica por el personal al momento de investigar o sancionar, pues se evita reconocer por todos los medios la evidente señal de la violencia extrema a su dignidad y sus cuerpos vulnerados, acciones que a su vez, desde los perpetradores de estos crímenes, tienen la finalidad de mandar mensajes sociales de advertencia, terror y apología al machismo más destructivo y violento.
Por otro lado, ¿qué ha cambiado para las personas LGBT+ con las ardientes discusiones revisionistas en redes sociales que tienden a la “cancelación” como propuesta de solución? ¿Qué sentido tiene el golpeteo constante de las pantallas de celular en puntos ciegos que a veces no tienen clara conexión con las víctimas que siguen recibiendo agresiones en la calle? Mientras los hashtags sobre declaraciones actuales y obras musicales de hace décadas se suceden uno tras otro, las noticias siguen mostrando que esa buena intención de extirpar la homofobia de la sociedad sigue siendo una batalla que convoca a poner los cuerpos en la calle, a plantar cara a las autoridades ineficientes y arrancarles compromisos de la forma en que sea necesario. Una posición justiciera que en su búsqueda de un mundo mejor atiende cruzadas de “supremacía ética” presumible en Twitter, pero apenas se atreve a tocar nociones de superficie está destinada a caducar si no profundiza en las expresiones más dolorosas de la problemática o si no ofrece una red de confianza a quienes están enfrentando la homofobia en la carne, no en la teoría.
Mientras estas luchas y exigencias se generan y llevan a cabo día a día, es importante recordar que la violencia que se experimenta no solo se encuentra en las calles y espacios públicos, sino que los mismos hogares que se habitan. Son lamentables focos rojos para muchas y muchos de quienes formamos parte de las divergencias sexogenéricas, y que ante el contexto actual de pandemia bajo la premisa de permanecer en casa puede resultar una verdadera pesadilla para todas aquellas personas que habitan bajo el mismo techo de sus agresores, librando una batalla diariamente que pareciera ser silenciosa, y que definitivamente agrava el miedo, la ansiedad y el estrés de forma continua, o que por el contrario, estas emociones terminan siendo generadas por la movilidad forzada de sus viviendas, quedando en las calles con diversos y potenciales riesgos.
En este sentido cabe decir que ante la falta de preocupación y atención por parte de muchas de las autoridades de nuestro país a esta grave problemática y diluye en cifras carentes de sensibilidad que no muestran los impactos en historias de vida de familias, amistades, personas cercanas y el mismo tejido social, existen también algunos espacios de refugio y acuerpamiento especializados en las particularidades y necesidades propias dentro del mismo colectivo. Hay ejemplos como el Refugio Frida, Casa La Banda, Casa de Día Vida Alegre y Hogar Casilda Buenrostro, así como Cuenta Conmigo, Fundación Arcoiris, El Armario Abierto, Musas de Metal y espacios institucionales de confianza como el COPRED en la Ciudad de México, CONAPRED o la Clínica Condesa, los cuales dedican sus esfuerzos en diversas formas y niveles de acompañamiento a generar las condiciones que permitan un libre desarrollo y dignidad humana. El acuerpamiento y redes de apoyo salvan vidas, y en el contexto tan aterrador que atravesamos son indispensables para seguir tejiendo redes, resistir, exigir y defender nuestras propias vidas dentro de esta realidad tan compleja y revictimizante.
* Jorge Aguilar y Leslie Joryet colaboran en el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria O.P. A.C. (@CDHVitoria).