Autoritarismo del siglo XXI

Sábado 9 de abril de 2016

Miguel Concha 

El uso faccioso de la ley se caracteriza por estar encaminado al control de la población, la implantación del terror y la violación sistemática de los derechos humanos. Es decir, una clara desviación de poder. Tiene de fondo algunos de estos elementos. Por un lado, el intento de las instituciones de un Estado criminal por mantener sus privilegios, y por otro el sometimiento de la población mediante el terror provocado por la amenaza del imperio de la ley, en especial contra quienes se organizan para defender toda forma de vida, derechos y bienes comunes.

Tiene igualmente de fondo la generación de leyes criminalizantes en diversos ámbitos, como el penal o administrativo, e incluso en marcos relacionados con la llamada seguridad nacional. Se legaliza lo ilegal. Pues bien, en los últimos años se confirma en el país este tipo de caracterizaciones del uso faccioso de la ley. Recordemos que en repetidas ocasiones se ha denunciado que en sus tres niveles los gobiernos generan marcos normativos contrarios a la vigencia y goce de los derechos humanos. Los ejemplos pueden ser muchos, al menos desde 2012.

La gravedad del asunto es que se inscriben en contextos en los que se da este uso faccioso de la ley. En medio de una crisis de derechos humanos, y de situaciones en las que las personas no ven garantizada una vida libre de miseria y de violencia, donde el Estado en su conjunto debiera transformar de raíz los problemas que asuelan al país; lo que predomina, en efecto, es la censura, la represión y la criminalización de las voces disidentes.

Así se asoma un autoritarismo del siglo XXI, que con el discurso de la legalidad y el estado de derecho somete a las personas y pueblos a decisiones unilaterales, que por lo general son tomadas y llevadas a cabo por unos cuantos. Por ejemplo, el proceso de discusión en torno a la reglamentación del artículo 29 constitucional está mediado por este clima de criminalización de la protesta social. Por ello es que términos y definiciones ambiguas relacionados con graves peligros y violencia, entre otros, acuñados en dicha ley, saltan a la vista.

Este debate se abrió a principios de 2014, cuando organizaciones defensoras de garantías ya advertían sobre la construcción de una ley que en exceso y de manera arbitraria restringiría derechos humanos en medio de un clima adverso para las protestas sociales. Vale entonces la pena preguntarse si a los legisladores les interesa integrar las propuestas y atender las preocupaciones de la sociedad civil.

Por otro lado, reglas como la aprobada recientemente por el Congreso del estado de México, denominada ley Eruviel, se suman a la larga lista de legislaciones que habilitan el uso de la fuerza. Aunque cabe mencionar que ese uso de la fuerza pública inscrito en la desviación de poder se convierte en realidad en la legalización y habilitación de la represión y la criminalización de la defensa y el ejercicio de derechos, como el de protesta, reunión y libre expresión.

Esta ley asume que el uso de la fuerza es prioritario, ya que en la misma redacción obvia asumir el principio internacional que establece que el Estado debe usar la fuerza como el último de los recursos en situaciones de conflicto. Además, las manifestaciones públicas también son concebidas como violentas, y en repetidas ocasiones a lo largo del texto se evade integrar el paradigma de la seguridad, basado en concebir que la principal labor de las fuerzas de vigilancia es precisamente proteger a las personas, y no, como se dice en la ley, las instituciones o bienes materiales, sean públicos o privados.

Es decir, esta ley coloca de nueva cuenta en situación de vulnerabilidad a las personas que debido a sus intereses y procesos de exigencia de derechos se manifiestan en el espacio público. No queda más que exigir que esta ley no prospere, y que las instituciones autónomas hagan un arduo trabajo de evaluación de este tipo de legislaciones.

Hoy para México es urgente aplicar los estándares internacionales de derechos humanos y las buenas prácticas en materia de control del uso de la fuerza y rendición de cuentas, en las que se reconozca que la centralidad de todo diseño legislativo se asienta sobre las obligaciones del Estado de respetar, proteger y garantizar los derechos de las personas y pueblos. Sirva esto también para recordar que los estándares internacionales más recientes, como la resolución aprobada por la ONU sobre la promoción y protección de los derechos humanos en el contexto de las manifestaciones pacíficas (A/HRC/31/L.21) –gracias en gran parte al trabajo del relator especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, y del relator especial sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias–, son parte del derecho internacional de los derechos humanos que los legisladores de todo el país deben observar a detalle, ya que en estos documentos se condensan orientaciones para garantizar derechos.

En este documento se hace por ejemplo un llamado a los estados a garantizar que su legislación y sus procedimientos internos relativos a los derechos a la libertad de reunión pacífica, de expresión y de asociación, y al uso de la fuerza en el contexto de la aplicación de la ley, estén en conformidad con sus obligaciones y compromisos internacionales y se implementen de manera efectiva; y [que] deben proporcionar capacitación adecuada a los funcionarios que ejerzan funciones de aplicación de la ley, en particular respecto del uso de equipos de protección y de armas no letales (número 4). Por desgracia en México se hacen leyes, como las arriba mencionadas, que dan la espalda a los derechos humanos y se niegan a reconocer que la centralidad de la dignidad de las personas y pueblos es brújula para el Estado.

Consultar artículo en La Jornada.

Imagen destacada: Jorge Aguilar

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